Una crítica a ‘Una ballena’

<p>La trilogía más exquisita que nos ha dado el cine tiene naturaleza mágica. Se trata de tres películas estrenadas el mismo año, 1967, en tres continentes distintos, y sin que ninguno de los autores de cada una supiese de la existencia de las otras dos. Se trata de la estadounidense <i>A quemarropa</i> de John Boorman, la japonesa <i>Marcado para matar</i> de Seijun Suzuki y la francesa <i>El silencio de un hombre</i> de Jean-Pierre Melville. Son tres representaciones deslumbrantes de sus respectivas tradiciones cinematográficas. Y las tres nos cuentan <strong>la historia de un asesino a sueldo abandonado a su suerte</strong>. Un personaje que hemos visto millones de veces escabulléndose entre la multitud al que de repente vemos en el centro del relato, más solo que la una, quieto y silencioso, como si estuviese preparado para dejar de existir en el salto entre fotogramas. Siempre en habitaciones inmensas y vacías, un plató a primera hora de la mañana. Desde entonces existe un ritual compartido entre cineastas, el de prolongar este género secreto con variantes más o menos engañosas. Coppola lo hizo en <i>La conversación</i> (1974) cambiando la pistola por un micrófono, también Jim Jarmusch en <i>Los límites del control</i> (2009), David Fincher en <i>El asesino </i>(2024) y ahora Pablo Hernando con <i>Una ballena</i> (disponible en Filmin).</p>

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 Uno entra ahí como un pez recién devuelto al océano, desnudo, limpio y sin planes. Y luego es libre de bucear hasta las profundidades de sus misterios, donde reina la criptozoología y puedes toparte con un clítoris gigante  

La trilogía más exquisita que nos ha dado el cine tiene naturaleza mágica. Se trata de tres películas estrenadas el mismo año, 1967, en tres continentes distintos, y sin que ninguno de los autores de cada una supiese de la existencia de las otras dos. Se trata de la estadounidense A quemarropa de John Boorman, la japonesa Marcado para matar de Seijun Suzuki y la francesa El silencio de un hombre de Jean-Pierre Melville. Son tres representaciones deslumbrantes de sus respectivas tradiciones cinematográficas. Y las tres nos cuentan la historia de un asesino a sueldo abandonado a su suerte. Un personaje que hemos visto millones de veces escabulléndose entre la multitud al que de repente vemos en el centro del relato, más solo que la una, quieto y silencioso, como si estuviese preparado para dejar de existir en el salto entre fotogramas. Siempre en habitaciones inmensas y vacías, un plató a primera hora de la mañana. Desde entonces existe un ritual compartido entre cineastas, el de prolongar este género secreto con variantes más o menos engañosas. Coppola lo hizo en La conversación (1974) cambiando la pistola por un micrófono, también Jim Jarmusch en Los límites del control (2009), David Fincher en El asesino (2024) y ahora Pablo Hernando con Una ballena (disponible en Filmin).

O sea, que esta última es otra película sobre la relación entre una asesina y el espacio que la rodea. Ella es Ingrid García-Jonsson, que habla con el acento más delicado de la historia del cine y parece tener un control completo de todo los órganos vitales de su personaje, incluso de las sombras que se hunden contra su piel y, una vez más, sentimos que nunca llegamos a conocer por completo a esta actriz y que no tenemos ni la más remota idea del alcance de su talento. El espacio que la rodea, habitado por Ramón Barea, Kepa Errasti y esa joya insólita que es Iñigo de la Iglesia, es la actualización de un ideal de cine vasco. El Bilbao bajo un cielo de granito ya no existe, el recuerdo que tenemos de esa ciudad está inevitablemente mezclado con el que nos ha dejado el cine que se rodó antes de la desindustrialización de la ría y la desaparición del sirimiri, o sea, El pico. La Muerte de Mikel, Todo por la pasta… Y qué sorpresa que esta invocación de aquellos astilleros en perpetuo jueves nublado por la mañana rime con los tiempos de Nicolas Winding Refn y el filtro visual de Hideo Kojima (¿filtro Euskojima?).

Al contrario que esas películas que te quieren convencer de su relevancia lo antes posible, uno entra en Una ballena como un pez recién devuelto al océano, desnudo, limpio y sin planes. Y luego es libre de bucear hasta las profundidades de sus misterios, donde reina la criptozoología y puedes toparte con un clítoris gigante, o de quedarse nadando en las aguas cristalinas de una sencilla y conmovedora historia de inocencia y traición.

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