<p>Cuando escribo esto, las joyas napoleónicas robadas del Louvre todavía no han sido recuperadas, aunque algunos de sus ladrones estén bajo custodia policial. Sí ha aparecido el diminuto cuadro de Picasso perdido en un traslado de Madrid a Granada. La obra estaba asegurada en 600.000 euros; las joyas, en vete tú a saber cuántos millones. O en ninguno, pues su robo ha destapado las miserias del museo más importante de Francia. <strong>Sacar las piezas del edificio ha sido más fácil que escribirlo en un guion</strong>: ventanucos débiles y sierras radiales, nada de rayos láser y glamurosas ladronas con movimientos de ninja. La realidad siempre es más cutre que la ficción y, en el caso del <i>Picassito</i>, mucho más pequeña.</p>
La realidad siempre es más cutre que la ficción y, en el caso del Picassito, mucho más pequeña
Cuando escribo esto, las joyas napoleónicas robadas del Louvre todavía no han sido recuperadas, aunque algunos de sus ladrones estén bajo custodia policial. Sí ha aparecido el diminuto cuadro de Picasso perdido en un traslado de Madrid a Granada. La obra estaba asegurada en 600.000 euros; las joyas, en vete tú a saber cuántos millones. O en ninguno, pues su robo ha destapado las miserias del museo más importante de Francia. Sacar las piezas del edificio ha sido más fácil que escribirlo en un guion: ventanucos débiles y sierras radiales, nada de rayos láser y glamurosas ladronas con movimientos de ninja. La realidad siempre es más cutre que la ficción y, en el caso del Picassito, mucho más pequeña.
Hace un par de años me invitaron a cenar en una casa de la zona alta de Barcelona, una casa de posibles, de ocho apellidos catalanes. Era un piso enorme y esquinero, con ventanales altos, iluminación indirecta y muebles de autor, entre ellos el armario Samuro de Tresserra, un refinadísimo mamotreto que me obsesiona desde siempre. Las estrellas del salón eran, sin embargo, dos cuadritos: un Dalí y un Picasso, imperceptibles para el ojo no entrenado, cuanto más para este cateto que de arte sabe lo justo.
Los dueños de la casa, anfitriones de aquella cena, hablaban del Dalí y el Picasso con orgullo, pero también con cierta precaución: supongo que tener esas cosas en casa encarece un poquito la cuota del seguro de hogar. No es lo mismo pedir que te arreglen unas humedades que denunciar el robo de obra original de genios de la pintura. Aunque realmente, lo segundo ni siquiera sé cómo funciona.
Algunos temen que las joyas robadas en París sean desmontadas para vender por separado el metal precioso y las gemas que las componen. Su valor como antigüedades históricas es mucho mayor que la suma de sus partes, pero su liquidez es baja y su mercado, muy reducido. A lo mejor los ladrones saben ya a quién y por cuánto venderlas. O quizá toda la operación ha sido un encargo de un villano que vive en una casa diseñada por Richard Neutra en el cráter de un volcán muerto en una isla que no sale en los mapas. Un tipo que quiere las piezas tal y como estaban en el Louvre y las lucirá para recibir a sus invitados, tan turbios como él. Veo demasiadas películas, sí.
Pero a veces eso es bueno. Cuando aparezcan (perdón: si aparecen) las joyas napoleónicas, su rocambolesco relato será parte de su atractivo. Igual que cuando finalmente se exponga (perdón: si finalmente se expone) el Salvator Mundi de Leonardo, probablemente en un museo del Golfo Pérsico, su historia, entre fascinante y penosa, será gran parte de su atractivo. Su desorbitado precio (450 millones de dólares en su última venta conocida) le dará otro plus de morbo. Si aparecen los joyones robados en el Louvre, comenzará en ese mismo momento la cuenta atrás para una exposición titulada Los tesoros robados del Louvre. Yo iré a verla, porque así de simple soy. Y habrá cola para entrar, fijo.
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