El momento en el que Martin Scorsese deseó morir: «Su violencia está íntimamente relacionada con su catolicismo»

<p>De repente, todo es Scorsese.<strong> La mano no tan invisible del director criado en el barrio neoyorquino de Little Italy maneja, antes que solo inspira, todo el cine que se estrena.</strong> Scorsese está en el montaje sincopado de golpes de <i>The Smashing Machine</i>, de Ben Safdie, a imagen y semejanza del de <i>Toro salvaje</i>. Scorsese se hace presente en el ritmo adrenalínico de <i>Una batalla tras otra, </i>de Paul Thomas Anderson, según el patrón patentado en <i>Uno de los nuestros.</i> El Scorsese de <i>Jo, ¡qué noche! </i>respira en el cine desenfrenado y libre de prejuicios que exhibe <i>Bala perdida</i>, de Darren Aronofsky. El Scorsese corrosivo de <i>El rey de la comedia</i> alimenta esa gran broma negra que es <i>Eddington</i>, de Ari Aster. Y Scorsese es, efectivamente, Scorsese en cada segundo del mural de cinco capítulos que estrena Apple TV+ dirigido por Rebecca Miller y en el que Scorsese habla y habla. Habla en directo y habla en diferido a través de la larguísima colección de entrevistas concedidas a lo largo de su vida. Habla a través de las fotos de su familia, de las voces de sus amigos de la infancia, de los recuerdos de sus colaboradores y, claro está, de su cine tan deudor de John Cassavetes como de Orson Welles, Elia Kazan, Michael Powell o la infinidad de películas analizadas, restauradas o recuperadas por el cinéfilo empedernido que es, en efecto, Scorsese. Todo es Scorsese.</p>

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 La directora Rebecca Miller disecciona la vida de Martin Scorsese en una serie memorable de cinco capítulos que repasa y reconstruye su filmografía, sus crisis, sus drogadicciones y su fe  

De repente, todo es Scorsese. La mano no tan invisible del director criado en el barrio neoyorquino de Little Italy maneja, antes que solo inspira, todo el cine que se estrena. Scorsese está en el montaje sincopado de golpes de The Smashing Machine, de Ben Safdie, a imagen y semejanza del de Toro salvaje. Scorsese se hace presente en el ritmo adrenalínico de Una batalla tras otra, de Paul Thomas Anderson, según el patrón patentado en Uno de los nuestros. El Scorsese de Jo, ¡qué noche! respira en el cine desenfrenado y libre de prejuicios que exhibe Bala perdida, de Darren Aronofsky. El Scorsese corrosivo de El rey de la comedia alimenta esa gran broma negra que es Eddington, de Ari Aster. Y Scorsese es, efectivamente, Scorsese en cada segundo del mural de cinco capítulos que estrena Apple TV+ dirigido por Rebecca Miller y en el que Scorsese habla y habla. Habla en directo y habla en diferido a través de la larguísima colección de entrevistas concedidas a lo largo de su vida. Habla a través de las fotos de su familia, de las voces de sus amigos de la infancia, de los recuerdos de sus colaboradores y, claro está, de su cine tan deudor de John Cassavetes como de Orson Welles, Elia Kazan, Michael Powell o la infinidad de películas analizadas, restauradas o recuperadas por el cinéfilo empedernido que es, en efecto, Scorsese. Todo es Scorsese.

«Imagino», reflexiona al otro lado del zoom la directora Rebecca Miller, «que de tanto en tanto y de forma mucho menos frecuente de lo que tendemos a pensar, hay autores que inventan algo. Shakespeare inventó la expresión globo ocular. Antes de él, esa perífrasis no existía. Scorsese incorporó su alma al profundo conocimiento de la historia del cine que posee. Y por eso creo que sus películas nunca pasan de moda. Ha logrado un cine muy emotivo, pero en absoluto sentimental. Se habla mucho de la violencia gráfica y explícita de su cine, pero, en verdad, lo relevante es la violencia interior. Lo que le hace eterno es precisamente esa tensión irrespirable de cada uno de sus planos desde el primero de sus cortometrajes (o incluso desde los ingenuos storyboards que realizaba de niño) hasta Los asesinos de la luna».

Mr. Scorsese, ese es el título de la serie, repasa la vida y la obra del cineasta, pero, y esto es lo relevante, como lo haría una película del propio Scorsese. Por momentos, el director se convierte en personaje de sí mismo y se exhibe violento, eufórico, fracasado, pleno de energía y, por fin, como el hombre de cejas pobladas, sabio, tranquilo, mayor y displicente consigo mismo que ya es. Le vemos de niño, le vemos enfermo de asma, le vemos en su enfebrecido tiempo de aprendizaje al lado de Roger Corman, en sus años de cocaína, en el momento que creyó morir, en su coronación como «el tipo de las películas de la mafia», en cada una de sus crisis de fe… Le vemos, tierno y atento, cuidando a su mujer Helen Schermerhorn, aquejada de Parkinson. Le vemos siempre distinto y siempre Scorsese. Le vemos en vivo y en directo, y le vemos a través de su montadora de siempre, Thelma Schoonmaker, de sus músicos de siempre, Robbie Robertson y The Rolling Stones, de sus inseparables colegas de siempre Robert de Niro, Leonardo DiCaprio, Daniel Day Lewis (a la sazón marido de la directora), Spike Lee, Steven Spielberg… Y también le vemos con los ojos de las hijas de cada uno de sus cuatro matrimonios y, por qué no, le vemos con los globos oculares, que diría Shakespeare, del matón real de barrio del que salió el personaje Johnny Boy (De Niro) en Malas calles.

Martin Scorsese, de niño, en una imagen de 'Mr. Scorsese'.
Martin Scorsese, de niño, en una imagen de ‘Mr. Scorsese’.

Una curiosidad. En su cine abundan los contrapicados, los planos subjetivos de alguien que mira desde la ventana lo que sucede fuera. Ese es, en efecto, el plano maestro de un crío con asma condenado a ser espectador desde la reclusión impuesta por la enfermedad de un mundo que le es ajeno y que, al mismo tiempo, le pertenece. Brillante la colección de escenas siempre desde los ojos (¿o deberíamos decir globos oculares?) siempre sorprendidos de Scorsese.

El momento más delicado y tenso en todo este paisaje de visiones scorsesianas surge cuando el propio Scorsese confiesa, tras el éxito de Taxi driver y justo después de la orgía de cocaína en que se convirtieron los rodajes de New York, New York y El último vals, que quiso acabar con todo en su sentido más radical. Y existencial. «La mayor parte de mí quería morir», dice. «¿Por qué?», pregunta Rebecca Miller detrás de la cámara. «Porque en ese momento no podía hacer más mi trabajo. Me sentía incapaz de crear», concluye algo melodramático, pero se diría que sincero. Tan sincero como violento en su quietud. «La verdad es que ese momento me dejó sin palabras. No sabía muy bien cómo continuar», recuerda ahora en retrospectiva la directora. «En directo es como en sus películas. El nivel de honestidad no se compadece con nada, ni con el pudor ni con la vergüenza», añade.

La parte más reveladora y, a su modo, controvertida de Mr. Scorsese gira siempre alrededor de la violencia. Hay un hecho en concreto que quizá pueda ser identificado como el Rosebud que lo determinó todo. Cuenta Scorsese que su infancia transcurrió feliz en lo que no duda en calificar como el Edén en Corona, en Queens. Allí las familias, casi todas de origen italiano, vivían en una burbuja alejada del ruido y, en efecto, de la violencia de la gran Manhattan. Hasta que algo lo transformó todo. Su padre, Charles, trabajador del distrito textil, se peleó en plena calle con el casero. «Nadie sabe exactamente por qué… Pero sí recuerdo con precisión que alguien sacó un hacha», dice el cineasta sin dar más detalles. Al final, todo se solucionó, no hubo sangre, pero la familia Scorsese se tuvo que mudar. Literalmente fue expulsada del paraíso. La violencia les arrojó a la violenta calle Elizabethh en la violenta Little Italy. Violencia por violencia, acababa de nacer, quién sabe, el director que mejor y más violentamente ha retratado las raíces de la violencia misma.

«Cuando estrenó Toro salvaje», toma la palabra Miller, «un periodista le preguntó por la violencia en su cine. Es una entrevista de 1970. Él responde que la violencia no es más que el síntoma de una enfermedad. Y cuando el reportero insiste y le repregunta de qué dolencia se trata, él contesta: «La pérdida de uno mismo, la violencia es el resultado de la pérdida del alma». Y sigue Miller: «La violencia en Scorsese está íntimamente relacionada con su catolicismo. Él siempre se identifica con el pecador y de ahí el tormento que destila cada uno de sus personajes como expiación de su culpa, de sus pecados, de su alma corrompida y perdida. Scorsese se identifica siempre con el pecador y toda su compasión es hacia él».

Leonardo DiCaprio y Martin Scorsese en un momento de El aviador.
Leonardo DiCaprio y Martin Scorsese en un momento de El aviador.

El cineasta, de sobra es conocido, quiso ser sacerdote y hasta llegó a ingresar en el seminario del que finalmente fue expulsado. Otra vez fuera del paraíso. «Simplemente descubrí el mundo exterior en una época explosiva de rock and roll, la lucha por los derechos civiles…», dice como única explicación a su no tan santa defenestración. Su fe preside todo su trabajo desde La ultima tentación de Cristo a Silencio pasando por Kundun hasta llegar a la película futura sobre la vida de Jesús aún sin título. Y junto a ella, de forma inseparable, de nuevo, la violencia. La violencia dentro y fuera de la pantalla. Cuando se estrenó La última tentación…, grupos de fanáticos religiosos de extrema derecha la tacharon de satánica. «Hoy he visto al diablo en persona», se escucha decir a una espectadora. Y a su modo, la violencia explícita manchada de incomprensión e intolerancia que sufre el mismo Cristo en la película es la que, salvando las distancias, padeció la misma película. Y hasta él en propia persona.

Isabella Rossellini (su tercera mujer con la que se casó en 1979) recuerda la experiencia cercana a la muerte de su ex marido allá por 1978 y su temperamento destructivo a finales de los 70. «Podía demoler una habitación», dice. Recuerda las mañanas en que él se despertaba enojado, murmurando «al diablo, al diablo» una y otra vez, y por cada recuerdo sonríe. El tiempo lo cura todo. «El trabajo primero y la terapia después se encargaron de domesticar tanta ira», afirma. Pero hubo más episodios de desenfreno sin más fe que la que arde. Justo acabado el rodaje de Taxi driver, Columbia exigió al director que editara toda la última y sangrienta secuencia. Jodie Foster rememora con detalle todo lo que disfrutó su director en la meticulosa reconstrucción del desastre. «Estaba emocionado por cómo se hizo la sangre», dice Foster. «Cuando iba a volarle la cabeza al tipo, puso pequeños trozos de poliestireno en la sangre para que se adhiriera a la pared». «Nos lo pasamos genial», añade Scorsese. Pero no podía ser. No se podía permitir salir al mercado con una clasificación X de cine para adultos. Scorsese perdió el oremus y pistola en mano se encaminó al estudio dispuesto a quemar la película. Si alguien iba a destruir la película, prefería ser él. El episodio lo recuerdan Brian de Palma y Spielberg. Los dos rompen a reír. No pasó nada finalmente. Años después, durante el rodaje de Gangs of New York, una discusión entre el director y el productor Harvey Weinstein acabó con un escritorio volando por la ventana. Y así.

«Creo que lo que mejor resume el carácter y hasta la vida de Scorsese es una vieja conversación con Gore Vidal», comenta Miller. En un momento dado el propio director le comentó al escritor que en el barrio en el que creció solo se podían ser dos cosas: o sacerdote o gángster. «Y fue Vidal el que le dijo: ‘Y tú te convertiste en las dos cosas a la vez’».

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