<p><strong>Jean-Noël Orengo</strong> recuerda que hace 25 años, cuando <strong>leyó las </strong><i><strong>Memorias </strong></i><strong>de Albert Speer</strong>, arquitecto y ex ministro de Armamento y Guerra de Hitler, le fascinaron «de inmediato, pero no sabía por qué». Aquel asombro fue la chispa: tras años de intentos fallidos para novelar los hechos con personajes inventados, Orengo descubrió que lo que le interesaba no era tanto el Speer que construyó monumentos para el Tercer Reich sino «cómo, después de la guerra, transformó su historia en lo que tal vez es la <strong>primera autoficción más radical</strong>».</p>
Jean-Nöel Orengo explora en ‘El desdichado amor del Führer’ cómo el arquitecto de Hitler convirtió la culpa nazi en ficción seductora
Jean-Noël Orengo recuerda que hace 25 años, cuando leyó las Memorias de Albert Speer, arquitecto y ex ministro de Armamento y Guerra de Hitler, le fascinaron «de inmediato, pero no sabía por qué». Aquel asombro fue la chispa: tras años de intentos fallidos para novelar los hechos con personajes inventados, Orengo descubrió que lo que le interesaba no era tanto el Speer que construyó monumentos para el Tercer Reich sino «cómo, después de la guerra, transformó su historia en lo que tal vez es la primera autoficción más radical«.
De esa interrogación nació El desdichado amor del Führer (AdN), una contrainvestigación en forma de novela: lo que el autor define, sin rodeos, como «contraficción». «Utilizo los medios de la ficción para desmontar la ficción de Speer, que se presenta como verdad«. El libro mezcla documentación, ensayo y relato para retratar al arquitecto que convirtió la estética del poder en la forma más eficaz de propaganda.
En un ficcionado idilio amoroso dividido como cualquier otro -flechazo, relación, separación…-, Orengo convierte al arquitecto en figura simbólica: quien con su puesta en escena de Núremberg, sus juegos de luz y la monumentalidad de las masas «codificó la imagen del nazismo en nuestro inconsciente colectivo». Sin su escenografía, dice, «el nazismo no habría tenido la misma fuerza».
La novela explora, además, cómo Speer supo construir su mejor defensa. En los Juicios de Núremberg, el arquitecto fue «mejor percibido porque era guapo, de buena planta, tenía talento y era un hombre cultivado. No era como otros, que parecían unos locos o estaban provocando». Finalmente, Speer consiguió que su pena fuera de 20 años de prisión en lugar de la condena a muerte que recibieron otros jerarcas nazis.
Orengo señala la eficacia de su argumento: presentarse como inocente individualmente y, a la vez, asumir una culpa colectiva. Esa estrategia permitió que los alemanes se reconocieran en él: «Podían decir: ‘yo no trabajé en Auschwitz, pero soy responsable a título colectivo porque participé en un régimen que cometió eso'». Orengo añade un juicio que atraviesa todo el libro: «Cuando una imagen es atractiva, termina imponiéndose sobre la verdad».
Esa capacidad de Speer para modelar una verdad conveniente conecta, según el escritor francés, con fenómenos actuales: la posverdad, las narrativas virales y la fragmentación de los relatos colectivos. El autor sostiene que hoy estamos «huérfanos de relatos religiosos» y, en ese vacío, la ficción política se ha reforzado. «Hay una energía que emiten esas puestas en escena de personajes como Speer que nos atrae».
En resumen, para Orengo el quid de la cuestión es que «desde que el mundo es mundo preferimos la ficción, aunque no nos la creamos del todo, a adherirnos a una realidad que es un poco triste, gris y limitada«, reconoce con crudeza. De ahí que, para Orengo, Speer sea también «el prototipo de las fake news«. Los paralelismos con la actualidad aparecen sin buscarlos. «Ya no hay misas políticas ni uniformes, pero hay influencers», dice Orengo.
Aunque en el libro no menciona figuras concretas sino un modus operandi, en las distancias cortas Orengo nombra ciertas figuras –Milei, Putin…- para subrayar la continuidad: el paso de líder mesiánico a fenómeno mediático. «El de Speer era el mismo estilo que el que Trump, por ejemplo, usaba con el influencer asesinado Charlie Kirk. El que usa todo el mundo que va a acabar vehiculando lo que se dice vía redes sociales», valora. «Es una gran experiencia narcisista donde cada cual da su punto de vista, lo cual está bien, es una forma de democracia directa», aclara. «Pero como cada cual da su relato, se hace muy difícil determinar cuál es el más plausible».
En este contexto, en concreto, el autor valora que la situación es especialmente preocupante para las nuevas generaciones que empiezan su educación. «Vemos la diferencia con las generaciones antiguas, donde todavía había una base relativamente común. Ahora ese consenso se ha hecho prácticamente imposible».
A su juicio, movimientos, periodistas y creadores contribuyen a una desestabilización de los cimientos comunes: «No se escribe la historia igual en Madrid, en Pekín o en Washington, y en la superposición de cientos de relatos conviven versiones que son esencialmente incompatibles». Por eso afirma, con un tono que mezcla ironía y alarma, que «la realidad supera a la ficción, por eso hoy en día se escribe tanta no ficción».
Orengo no propone con su relato moralizar el arte, pero tampoco dejarlo sin ética. «El territorio del arte es a veces asocial, pero no está libre de consecuencias». Y cita el ejemplo de la novela Lolita, de Nabokov: «Es una obra apasionante, pero insoportable en la realidad». Su reflexión apunta a los límites del relato: quién tiene derecho a contar una historia, a controlar su verdad. «Cuando alguien escribe con compromiso serio tiene derecho a escribir sobre lo que sea. Si no, acabaríamos escribiendo solo sobre nosotros mismos».
En ese marco, la figura de Speer es una advertencia: el artista que escribe sobre sí mismo puede mentir mejor que nadie. «Speer tenía derecho a escribir sobre sí mismo, pero si nadie lo contradice, su versión es la única que se transmite», insiste.
El libro se cierra con otro eco contemporáneo. Orengo recuerda que Speer diseñaba sus edificios pensando en las ruinas que dejarían, y traza el paralelo con las guerras actuales. «Se destruyen escuelas, pueblos enteros, infraestructuras, y luego nadie sabe nada», dice. «Todos los jefes de Estado mienten. La diferencia está en la escala». Y concluye con una afirmación amarga: «La política es el arte de la mentira. Su verdad no es unir a las personas, sino desunirlas. Decir que vamos a unirnos es una ficción necesaria. Pero seguimos creyéndola, porque sin esa ficción no habría ni elecciones«. La escuela de Speer.
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