Cantabria, sorpresas en cada paso

Un murmullo de mar… Una obcecada esencia de arena, hierba, piedra y agua. El inconformismo del tiempo filosófico y meteorológico; sabor a leche, prados y sal. Una luz poderosa y esquiva que se alía con la brisa y la humedad. La lluvia, claro que sí. Los ecos y el trazo presente de la prehistoria. Su geología, con acuse de recibo. Una arquitectura en la que prima el románico y se resistió cuanto pudo a los aires góticos de superioridad. La constante teoría de la relatividad que enseña el Cantábrico entre sus embates y su dinámica serena. Montes y valles en los que perderse entre la melodía de sus ríos para no volver jamás donde sea que uno habite. Bahías con vocación de absoluto y una belleza que duele, capaces de convencerte en los días frágiles de que existe hasta Dios…

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 Cada vez son más quienes eligen el norte de España en verano. Esta comunidad se ha consolidado por su oferta de costa, montaña, naturaleza, gastronomía extraordinaria y enclaves turísticos cuando cae la lluvia  

Un murmullo de mar… Una obcecada esencia de arena, hierba, piedra y agua. El inconformismo del tiempo filosófico y meteorológico; sabor a leche, prados y sal. Una luz poderosa y esquiva que se alía con la brisa y la humedad. La lluvia, claro que sí. Los ecos y el trazo presente de la prehistoria. Su geología, con acuse de recibo. Una arquitectura en la que prima el románico y se resistió cuanto pudo a los aires góticos de superioridad. La constante teoría de la relatividad que enseña el Cantábrico entre sus embates y su dinámica serena. Montes y valles en los que perderse entre la melodía de sus ríos para no volver jamás donde sea que uno habite. Bahías con vocación de absoluto y una belleza que duele, capaces de convencerte en los días frágiles de que existe hasta Dios…

El hombre empequeñece ante la rotundidad de los elementos al recorrer Cantabria. Si elige el itinerario de Este a Oeste, esa sensación irá en aumento. Desde Ontón, límite con la provincia de Bizkaia, hasta Unquera, frontera con Asturias, la costa marca la ruta con el permanente abrigo de la cordillera al fondo.

Cantabria se ha adaptado a los vientos de un cambio climático que hace a muchos fijar su objetivo en el norte —cerró 2024 con un récord de visitantes, que crecieron más de un 2% respecto a 2023 y superaron los 2,1 millones—. Durante años, ha consolidado una oferta de costa, montaña, naturaleza, extraordinaria gastronomía y atractivos turísticos cuando el parte meteorológico no acompaña.

El teleférico en Fuente Dé, en pleno corazón de los Picos de Europa.

Las paradas orientales las protagonizan hasta Santander varios puntos de interior, puerto pesquero y costa: Castro-Urdiales, Oriñón, Liendo, Laredo, Colindres y Santoña centran el patrimonio histórico y natural con montes y playas inconmensurables o características urbanas propias. Casi todos son puntos de industria conservera, pero Santoña destaca por haber logrado la marca de trascendencia universal de sus anchoas, que sabe complementar con aromas de sardinas y bonito a la brasa en restaurantes del pasaje como La Reina del Cantábrico, mientras se contempla la bahía de la que partió Juan de la Cosa, antes de acabar junto a Colón en América, o desembarcara también enfrente, en Laredo, Carlos V al recalar en alguno de sus viajes desde Flandes a España.

Paralelos al mar, si nos adentramos en el interior, la exuberancia de la naturaleza queda en el valle de Soba y sus alrededores de la Junta de Voto, entre Ramales de la Victoria, Ampuero, Arredondo, el santuario de La Bien Aparecida —no hay que perderse el cercano y prodigioso restaurante Solana, con una estrella Michelin— o Solórzano y Hazas de Cesto… El otoño entre esos parajes es una meca plástica de colores cambiantes. La primavera y el verano se asientan entre el pálpito luminoso de unos prados donde pacer y revolcarse. El invierno, una estación para recogerse al calor de la lumbre, guisos de caricos (es decir, de alubias rojas) y los márgenes grises del cielo encapotado.

Pasear, otear, dejarse empapar por el paisaje que rodea el río Asón, desde la cola de agua de la cascada donde nace o en los alrededores del puerto de Alisas hasta su desembocadura en la bahía que baña Santoña, Laredo y Colindres, resultan una caja de sorpresas donde con suerte te puede visitar el arcoíris.

Un catálogo de acantilados

Al borde del mar continúa Trasmiera. La referencia de todo ese espacio es el monte Buciero, que se avista continuamente como bastión mitológico enfundado en sus bosques. Junto a sus faros a los que descender, como el del Caballo y sus 763 escalones o el del Pescador. Con yacimientos arqueológicos y un patrimonio fortificado de defensas múltiples ante los invasores. De allí parte por la falda norte la playa de Berria. En su límite por el Brusco se accede a las de Trengandín, Helgueras o el Ris en Noja; más allá, Isla, Ajo y su cabo (el más largo de la región), con el faro decorado por Okuda. Después, Galizano y Langre, desde donde parte una ruta al borde del mar y abierta por maizales hasta Loredo y Somo. Todo eso representa una especie de catálogo infinito de acantilados y olas batientes que continuarán sin despojar a nadie de su asombro por el dominio de la Costa Quebrada, a partir de Santander.

Los urros de Liencres, entre las playas de la Arnía y Portio en el parque geológico de Costa Quebrada.

Pero antes de llegar a la capital cántabra, en el interior, no podemos dejar de hacer un guiño a La Cavada, Liérganes y su memorable balneario, con tratamientos de todo tipo en sus aguas termales, donde alternar el chocolate con picatostes o churros en el pueblo, además de sus sacristanes de hojaldre o corazones. También Solares —donde comer buena legumbre en Casa Enrique— o, a mitad de camino, detenerse en El Bosque para visitar el restaurante con jardín de Miguel Hormaechea y toda su familia, si no se prefiere ir a Sinfo, cerca de Suesa, para disfrutar también de buena cuchara.

En esos parajes está también Villaverde de Pontones. Aquí toca parada obligada de gurmés para saborear el milagro gastronómico del Cenador de Amós. Hace más de 30 años, Jesús Sánchez y Marián Martínez comenzaron en este pueblo de apenas 300 habitantes a revolucionar la cocina y la restauración para el siglo XXI con una vocación de marca cantábrica, tras la estela que marcó a finales del siglo XX Víctor Merino desde El Molino, en Puente Arce. Lo hizo al compás y la sintonía de la renovación que comenzó a marcar por entonces la nueva cocina vasca, pero centrado en la región. Hoy, la gastronomía cántabra, en parte gracias al empuje tanto de Merino como de Sánchez, se ha convertido en un punto esencial —mucho más barato que el demasiado elevado País Vasco— con poco que envidiar en los últimos tiempos respecto a su calidad y una poderosa personalidad propia donde se funden la nueva corriente marinera, un abanico impresionante de guisos, trato ejemplar a las materias primas, exhibición de pescados, mariscos, carnes, verduras o salazones y una edad dorada entre los quesos y los productos lácteos.

Al borde del mar, más allá de Loredo, Somo y Pedreña, hacia adentro, quedan los límites de Peña Cabarga, eje alto de la bahía de Santander, de cuya ladera sur penden los valles pasiegos, magistralmente retratados en el cine por Manuel Gutiérrez Aragón. Hacia esos límites quedan Sarón, Villacarriedo, Selaya, un dominio de cabañas cuyo carácter reposa en el aislamiento de sus vecinos, endulzado a base de sobaos y quesadas hasta Vega de Pas o San Pedro del Romeral, ya limítrofe con Burgos y la meseta.

Balneario de La Hermida, en el valle de Liébana, en los Picos de Europa (Cantabria).

Cosmogonía sin parangón

Cuando llegamos a Santander, pronto entendemos que se trata de una cosmogonía sin parangón. Una ciudad mínima pero autosuficiente, permanentemente sedada por la belleza de su bahía. “Una ciudad acuario, una imitación borrosa de España”, como la describe Álvaro Pombo, el último premio Cervantes, nacido allí. Un puerto y ocho playas la rodean. Los romanos la fundaron y varias tragedias la reinventaron y rescataron de sus cenizas, de la explosión del barco Cabo Machichaco, en octubre de 1893, al incendio, o la quema, que asoló y destruyó su centro histórico en febrero de 1941. Veranearon reyes y la pusieron en órbita los hijos de la mar. Sobre todo, sus pescadores y las mujeres que en su ausencia guardaban los dominios en tierra y la convertían en un austero matriarcado sujeto a la supervivencia.

Queso Picón Bejes-Tresviso.

Hoy es un centro mercantil, cultural y turístico, donde sus paisanos se dedican a la mística de la contemplación y no perdonan el aperitivo con sus rabas o un dulce paseo con helado por el muelle, entre horas. Luego degustan el esplendor de su cocina marinera en constante reinvención con referentes obligados como Zacarías o Paco Quirós, con la impronta que dio a la capital desde su restaurante Cañadío, y que queda ahora a cargo también de figuras como Carlos Crespo —que acaba de abrir en el balneario de la Magdalena, aparte de mantener cada vez mejor El Riojano, ese templo de la ensaladilla con sus toneles convertidos en obras de arte gracias a una idea que aplicó Víctor Merino cuando fue propietario— o Carlos Zamora, con su Caseta de las Bombas. Hay otras opciones asentadas como La Bombi, Gele, La Mulata, Posada del Mar, La Capitana, clásicos inmortales como Marucho y los que le rodean por Tetuán o, cómo no, el barrio pesquero…

Dejamos atrás la ciudad por el cabo Mayor y accedemos a la ruta de la Costa Quebrada, inexplicablemente ausente del Camino de Santiago del Norte cuando es uno de los lugares más bellos del universo. Recorre playas, pueblos, ermitas y embarcaderos desde Santander hasta la playa de Cuchía, en Miengo. Deja atónito al viajero, a expensas de sus altares naturales.

Al otro lado de la desembocadura del Saja está Suances, al fondo la industrial y laboriosa Torrelavega, segunda ciudad más importante de la región, laminada pertinentemente en su delicioso hojaldre, otro hito culinario regional, sobre todo en la pastelería Santos. Este arte dulce no se detiene solo ahí y tiene sus referencias hoy fundamentales también en las Hijas de Pedro, en Cabezón de la Sal. Torrelavega queda circundada también a escasos kilómetros por la mitología de las cuevas de Altamira y el viaje en el tiempo entre piedras y palacios de Santillana del Mar, tres veces mentirosa, porque, como dicen, ni es santa, ni es llana, ni tiene mar. Después sí se aplana, santifica y humedece a fondo el territorio junto a la villa medieval y renacentista.

El pueblo de Carmona, en el valle de Cabuérniga.

Arquitectura, valles, rías y cuevas

Cóbreces, con su abadía cisterciense, y Ruiloba, con su encanto minúsculo, preceden a la aristocrática y hoy hiperturística Comillas, un enclave enriquecido por su marqués, Antonio López, el don nadie que llegó a aristócrata a finales del siglo XIX, tras hacer fortuna en las Indias, y atrajo a sus parajes lo mejor del modernismo arquitectónico y escultórico de Cataluña, incluido Gaudí. Aquella estela la siguieron, además, los jesuitas para fundar allí su propia universidad, que sigue en pie.

El Centro Botín es un centro de arte ubicado en la ciudad de Santander.

Hacia adentro, llegan los ecos de los valles interiores: Cabuérniga, y el Nansa, ante todo. El primero delimita entre Cabezón de la Sal y la joya escondida de Bárcena Mayor; el segundo, agreste y misterioso, entre Carmona, Puentenansa y la remota Tudanca. Ambos son templos acústicos, sacros y eróticos de berreas, además de destino habitual para probar fogones donde sistemáticamente se perfeccionan cocidos montañeses, setas en temporada, buena carne y variedades de caza. Hablamos de reservas naturales, espacios propicios para las hadas —que aquí llaman anjanas—, duendes a los que se conoce como trasgos y trastolillos o la trashumancia que los une más allá, hacia Campoo, con Reinosa como capital o Valderredible y sus reliquias romanas e iglesias rupestres.

Carmona, pueblo conocido como "la flor de los Albarqueros".

De regreso a la costa, queda el milagro y espacio protegido por las dunas de Oyambre, con su ría de la Rabia, hacia el camino que va a parar a otra desembocadura, como la de San Vicente de la Barquera. Las rías que siguen desde Comillas dan carácter al paisaje entre las curvas que marca el agua. A las dos mencionadas hay que añadir la Tina Mayor y la Tina Menor, final del trayecto del Deva y el Nansa, con Pesués y Unquera colindando con Asturias. Hacia los valles, es imprescindible detenerse en las cuevas del Soplao, con su milagro geológico y sus esculturas naturales. También hartarse de coger senderos por los Picos de Europa, untados en nieve y queso picón de Bejes y Tresviso, con parador propio en Fuente Dé y teleférico hacia los parajes de Áliva, para sentir el poder que desprende el valle de Liébana tras acceder al mismo por lo que Benito Pérez Galdós llamaba a este desfiladero “el esófago de La Hermida”.

Hablamos de una apoteosis de lo recóndito: un territorio mítico a expensas de las leyes naturales, con Potes, su beato del mismo nombre que el valle, inventor en la edad media del cómic, como sostenía Umberto Eco o ha glosado José María Pérez, Peridis, en una novela. Resulta sin duda poderosa la autosuficiencia que otorga guardar su Lignum Crucis en el monasterio de Santo Toribio de Liébana. Más allá queda el camino hacia los puertos de Piedrasluengas, pegado a Palencia, y San Isidro, raya entre Asturias y León, donde lindan otros paraísos dotados de sus respectivas herencias.

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