<p><strong>Marío Vargas Llosa</strong> ha muerto esta noche a los 89 años de edad en Lima (Perú), rodeado por su familia, según ha comunicado su hijo Álvaro Vargas Llosa. El gigante hispanoperuano es<strong> el último escritor de habla hispana en ganar el premio Nobel de Literatura</strong>, reconocimiento que logró en 2010.</p>
El autor de La fiesta del Chivo fue miembro de la Real Academia Española y poseedor de todos los galardones posibles
Marío Vargas Llosa ha muerto esta noche a los 89 años de edad en Lima (Perú), rodeado por su familia, según ha comunicado su hijo Álvaro Vargas Llosa. El gigante hispanoperuano es el último escritor de habla hispana en ganar el premio Nobel de Literatura, reconocimiento que logró en 2010.
En un comunicado difundido en la red social X, los tres hijos de Vargas Llosa señalan: «Su partida entristecerá a sus parientes, a sus amigos y a sus lectores alrededor del mundo, pero esperamos que encuentren consuelo, como nosotros, en el hecho de que gozó de una vida larga, múltiple y fructífera, y deja detrás una obra que le sobrevivirá».
Según su propio relato, Mario Vargas Llosa leyó entre 1956 y 1975 la novela Madame Bovary seis veces y ese dato hiperbólico debería valer para entender muchas cosas del escritor peruano. Al principio de ese periodo, en 1956, MVLL era un estudiante anónimo en Lima. La Universidad de San Marcos organizó un acto institucional en homenaje a Gustave Flaubert y el embajador de Francia en Perú fue al salón de actos, donde se encontró con un piquete de estudiantes que le hizo un escrache al grito de «viva Argelia libre». De Vargas Llosa, joven y vinculado al Partido Comunista en la clandestinidad, se habría esperado que estuviese del lado de los estudiantes pero, para su propia sorpresa, resultó que no, que su simpatía iba con Flaubert. Con Flaubert, más que con el embajador. En 1975, al final de su obsesivo ciclo bovariano, ya era el autor de Conversación en La Catedral, de Pantaleón y las visitadoras y de La ciudad y los perros, ya era una gran estrella de la novela latinoamericana. Pero lo que quería era escribir sobre Gustave y sobre Emma. En 1975, MVLL publicó La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary, un ensayo que era a medias artículo académico, a medias crítica literaria y a medias apunte autobiográfico y que era, en sí mismo, un texto maravilloso. Está bien recordar ahora su vida y su obra en diálogo con Flaubert.
¿Qué nos dice La orgía perpetua de Vargas Llosa? Lo primero: que la literatura ha sido el centro de su vida. ¿Como lo es en la vida de cualquier escritor? Sí, pero diferente, mucho más. Gabriel García Márquez, por ejemplo, venía del periodismo, de la música popular, de la tradición oral, del cine de los años 40… En cambio, MVLL era, sobre todo en la primera mitad de su vida, un monómano que sólo podía explicarse a sí mismo a través de los libros, de los libros suyos y de los de los otros. Por eso, las mejores páginas de La orgía perpetua son las que el narrador emplea para explicar su vida como reflejo de la de Emma Bovary: la tendencia sentimental, la orfandad, el carácter a veces distante, el secreto terror ante la posibilidad de una vida sin significado…
Hay un bonito capricho en la carrera del Nobel de 2010: el penúltimo libro de Mario Vargas Llosa con textos nuevos (La mirada quieta de Pérez Galdós, 2022) también fue un ensayo de crítica literaria. Se lo dedicó a Benito Pérez Galdós y es fácil trazar un hilo que lleve de Flaubert a Galdós y de Galdós a Vargas Llosa. Es probable que sus primeros lectores, los lectores deslumbrados de Conversación en la catedral no lo asociaran con la tradición del realismo del siglo XIX, sino con el experimentalismo de su generación, con la influencia del bebop y del cubismo que lo emparentaban con Julio Cortázar. Puede que La ciudad y los perros y de Los cachorros mostraran a MVLL como a un novelista minimalista y expresionista, más Jean Genet que Flaubert. Y es obvio que Pantaleón y las visitadoras llevaba a pensar en el realismo mágico y que La tía Julia y el escribidor podía ser una obra de pop art…
Sin embargo, el tiempo ha permitido entender que Vargas Llosa se midió siempre en la medida de la vieja novela realista, en el anhelo de abarcarlo todo, desde lo íntimo hasta lo político, desde las aventuras épicas hasta el retrato psicológico, y en la estrategia de pulir hasta el límite las formas para que la belleza de la literatura sea la consecuencia y no el fin.
En la historia de La orgía perpetua hay más claves para entender al autor: en su paisaje aparece la Universidad de San Marcos, un lugar clave en su vida y en novelas como Conversación en la Catedral. Asoma también el conflicto político y, sobre todo, está el tema moral que ha ocupado toda su obra y toda su vida: el conflicto entre un nosotros invasivo y embrutecedor y un yo que tiene que descubrir que va a estar solo, que prefiere estar solo. La ciudad y los perros y las novelas cortas que fueron su semilla, Los jefes, y su esqueje, Los cachorros, expresaban ese conflicto a través de la violencia en un colegio militar como el que se ocupó de la educación de Vargas Llosa, el legendario Leoncio Prado de Lima. En su patio, por cierto, profesores y alumnos acabaron por encender una hoguera en la que quemaron ejemplares de La Ciudad y los perros.
Conversación en la catedral llevaba ese conflicto más allá: Santiago Zavala, el famoso Zavalita de la frase «¿en qué momento se jodió el Perú, Zavalita?», había fracasado en su intento de entrar en el nosotros de la burguesía de Miraflores/San Isidro, tanto como en el nosotros de la disidencia comunista de la Universidad de san Marcos. Su refugio era la vida bohemia de los periodistas, pero incluso entre ellos, sabía que era un huérfano del grupo.
La orfandad ha sido también un tema vital para Vargas Llosa, no como metáfora sino como experiencia. El escritor peruano nació en Arequipa, hijo de una familia rota. Su padre participaba de una tradición de aventureros de vida turbulenta y vocación política, liberal en el sentido del siglo XIX. Cuando su hijo tenía 10 meses, aquel hombre abandonó a su madre y desapareció durante los siguientes 11 años. Mario creyó durante su primera infancia que su padre había muerto y creció en un mundo más o menos feliz de mujeres, de madres, tías y primas (tías y primas que después aparecieron en sus libros y en su vida adulta). Pero, entonces, volvió su padre, se reconcilió con su madre, se llevó a la familia a Lima y matriculó al niño en una sucesión de colegios cada vez más severos que compensaran la influencia de tantas mujeres.
¿Acaso no suena todo muy Flaubert? La orfandad, el desclasamiento, el descubrimiento del autoritarismo… Un chico latinoamericano y blanco de la generación de Vargas Llosa, con ese equipaje, estaba obviamente dirigido a la militancia política. Al principio de este texto, lo descubrimos en San Marcos, vinculado al Partido Comunista en la clandestinidad y en oposición al Gobierno militar de Manuel Odría. «Los comunistas en San Marcos éramos pocos pero bien dogmáticos», contó Vargas Llosa muchos años después. Su instinto, sin embargo, era moralmente individualista y estaba condenado a chocar con el gregarismo de la izquierda de su generación, que fue la que conoció en directo los informes de Jrushev sobre la brutalidad estalinista. En 1959, cuando Fidel Castro llegó a La Habana, él estaba en París, vivía de una beca y participaba de los lentos prolegómenos de del 68 y la contracultura sartriana. La Revolución de Cuba fue recibida como una gran noticia.
En 1962, el escritor viajó a La Habana como periodista y quedó entusiasmado por el hermanamiento entre el pueblo y sus gobernantes. Volvió cuatro veces más y la imagen idílica se le empezó a agrietar cuando supo de la represión contra los homosexuales. Después, cuando publicó La ciudad y los perros y Venezuela, la enemiga de la Revolución, premió a Vargas Llosa con el Premio Rómulo Gallegos, el Gobierno de La Habana le dio unas instrucciones bastante teatrales sobre qué hacer con esa distinción. Todo era absurdo y los amigos escritores de Vargas Llosa en Cuba ya apenas disimulaban que el ambiente era irrespirable. En 1971, tras la caída en desgracia y la humillación pública del poeta Heberto Padilla, Vargas Llosa se puso en primera línea de oposición a la dictadura de Castro y se convirtió en la bestia negra de los intelectuales de lealtad marxista en América Latina y Europa. Desde entonces hasta hoy.
¿Incluido Gabriel García Márquez? Sí pero no. La relación entre los dos novelistas más importantes en lengua española en el siglo XX es más compleja y también es significativa ya que los dos se explican por mutuo contraste. Vargas Llosa tuvo siempre el aspecto de un caballero impecable; García Márquez, el de un pícaro. Vargas Llosa tenía la formación de un filólogo que habría terminado por ser catedrático de universidad si la novela no se hubiese cruzado en su vida; García Márquez era en cambio, siempre fue un periodista sentimental y tabernario. Vargas Llosa era cordial pero serio al trato; García Márquez daba abrazos, era simpático, contaba indiscreciones y no siempre era leal. Vargas Llosa escribía novelas casi como un científico; García Márquez era impulsivo y melancólico en su relación con la literatura… Se conocieron en 1967 y se reconocieron como dos talentos equiparables. Vargas Llosa escribió un ensayo sobre García Márquez, Historia de un deicidio. En una reedición de la obra en 2016, el prólogo de Joaquín Marco apuntaba una teoría interesante: Mario miraba en las novelas de Gabriel porque eran una especie de espejo en negativo en el que mirarse.
Aquellos años no fueron tan sencillos para Vargas Llosa como se podría pensar al repasar la lista de éxitos encadenados. Hacia el año 1973, el escritor peruano estaba instalado en Londres, empleado como periodista, rodeado de hijos y de obligaciones familiares, lleno de dudas, convencido de que a la larga no podría vivir de la literatura. Tuvo que aparecer Carmen Balcells, la empresaria-agente que inventó la novela en español como un star system y que se llevó a Vargas Llosa a vivir a Barcelona, puerta con puerta con su todavía amigo García Márquez, a ser un escritor profesional y un intelectual que reclamaba su voz en la discusión pública.
En esa segunda mitad de su carrera, la literatura fue la parte central de su vida, pero no fue el todo. Sus intereses se dirigían cada vez más desde la novela hasta la filosofía y la política. Su instinto de inconformismo individualista y el rechazo de sus colegas comunistas lo llevaron a indagar en el pensamiento liberal. Flaubert tuvo que compartir su tiempo con Jean-François Revel, con Isaiah Berlin, con José Ortega y Gasset, con Raymond Aron… En vez de Jean Valjean, el héroe de Los miserables que le había obsesionado en sus años de formación, Vargas Llosa adoptó como nuevo ídolo a Jan Valtin, un alemán que espió para la URSS durante la II Guerra Mundial pero que, después, cuando ya había hecho su trabajo, logró escapar de la represión soviética y contar al mundo lo que de verdad ocurría al otro lado.
En los años 80, Vargas Llosa ya se presentaba como un inequívoco liberal que rechazaba el eje izquierdas/derechas para explicarse. hasta el final de su vida, su penúltima gran pelea consistió en asegurar al mundo que él no era un hombre de derechas, que no quería tener nada que ver con el conservadurismo como sistema moral. En 1989, el escritor volvió a Perú, un país agotado tras un largo ciclo de corrupción, terrorismo y estatismo, para ser candidato a la presidencia de la República con un proyecto reformista en lo económico y liberal en la relación del Estado con el individuo. Su rival fue Alberto Fujimori, un empresario de origen japonés del que se contaba que llevaba un programa político tan breve e insustancial que cabía en medio folio. La victoria de Fujimori en las elecciones de 1990 pareció entonces la extravagancia de una sociedad desestructurada. Hoy, parece el primer presagio de la era del populismo en la que vivimos y contra la que combatió el escritor hasta sus últimos días.
¿Cuánto le dolió aquella frustración a Vargas Llosa? Las memorias de El pez en el agua, en 1993, fue el primer libro del novelista después del fiasco y se leyó como un noble y hermoso regreso a casa después de la batalla. La casa de la literatura. En sus páginas, parecía un poco menos escritor-científico, aparecía más necesitado que nunca de ser entendido y querido, de reconfortarse en la belleza y en la melancolía de los recuerdos. Era, por primera vez, tierno y autoparódico. El otro gran libro de esa época, La fiesta del chivo (2000), fue su contrapunto. La fiesta del chivo, ambientada en la República Dominicana del dictador Trujillo, era una especie de superproducción novelesca que miraba a los ojos a libros fundacionales de Vargas Llosa. Era imposible no relacionar su historia con Conversación en La Catedral.
Hay algo más que decir sobre La fiesta del chivo. Si hiciésemos un análisis político del texto, veríamos que su mundo envilecido es el mismo que ha denunciado la izquierda latinoamericana durante décadas. En sus páginas, una élite económica, racista e hipócrita, descubría que dependía de un infiltrado grotesco e inmoral, un negro que se hacía pasar por blanco, que tenía secuestrado el estado en beneficio de sus intereses y que era el único de asegurar la posición de privilegio de las clases altas. La última gran novela de Vargas Llosa, Tiempos recios (2019), participaba de un esquema político parecido, esta vez trasplantado a la Guatemala de los años 50. Cuando Vargas Llosa decía que él no era, bajo ningún concepto, un hombre de derechas, la literatura era su mejor prueba.
La fiesta del chivo llegó en las vísperas del ascenso de Hugo Chávez al Gobierno de Venezuela. América Latina, estancada tras una década de gobiernos neoliberales, se encaminaba hacia un nuevo ciclo de populismo de izquierdas. Vargas Llosa, privilegiado con los mejores rincones de los periódicos, tomó como algo personal la denuncia de ese giro. Siguió escribiendo novelas, cada vez más llenas de vigor y de ensoñación aventurera a medida que el escritor envejecía. Su último libro, Un bárbaro en París (Alfaguara, 2023), estaba dedicado a su simpatía intelectual por Francia. Es fácil ligar ese libro con la dedicatoria de La orgía perpetua, aquel ensayo de 1975 sobre Madame Bovary: «A Carlos Barral, el último afrancesado».
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